viernes, 4 de septiembre de 2015

Sucumbir...

Se trataba de un día de playa muy soleado, con sonido de olas y callaos, chocando unos con otros consiguiendo así una hermosa melodía. Me sumergía en el agua para ver desde abajo el reflejo del Sol; sus rayos atravesando cada milímetro, mostrando un cuadro perfecto y único. Ahí abajo me pasé un buen rato, hasta agotar todo el oxígeno que cabía en el interior de mis pulmones. Salí y tome una gran bocanada de aire para inflar mi pecho y sentirme vivo, tan vivo como el mar. Al salir el panorama había cambiado; el Sol ya no estaba y los peces se habían marchado; no había gente en la playa y tampoco ruido; el agua estaba en completa calma. Me asusté y mi cuerpo comenzó a temblar. Se escuchaba el sonido de mis dientes al chocar y cada uno de mis músculos se dilataba y contraía a la velocidad de la luz. Me percaté de que no lo hacía por el repentino frío que se apoderó del lugar, era algo más fuerte y más desconcertante. Admito que perdí el control. La oscuridad se hizo con todo lo que me rodeaba y sólo faltaba yo, sólo yo para estar en armonía con aquello. Es fácil dejarse llevar simplemente para camuflarse y refugiarse, tan fácil que hasta yo lo hice aunque no del modo que esperaba. Simplemente cerré los ojos y me relajé, pasé de todo. Me senté en un rincón y ahí estuve observando cómo se hundía todo y cómo yo quedaba a flote. No es sencillo hacerlo, pero es cierto que a veces nuestro cerebro pide que todos los problemas queden sumergidos bajo tu ser. 

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