Se trataba de un día de playa muy soleado, con
sonido de olas y callaos, chocando unos con otros consiguiendo así una hermosa melodía.
Me sumergía en el agua para ver desde abajo el reflejo del Sol; sus rayos
atravesando cada milímetro, mostrando un cuadro perfecto y único. Ahí abajo me
pasé un buen rato, hasta agotar todo el oxígeno que cabía en el interior de mis
pulmones. Salí y tome una gran bocanada de aire para inflar mi pecho y sentirme
vivo, tan vivo como el mar. Al salir el panorama había cambiado; el Sol ya no
estaba y los peces se habían marchado; no había gente en la playa y tampoco
ruido; el agua estaba en completa calma. Me asusté y mi cuerpo comenzó a temblar.
Se escuchaba el sonido de mis dientes al chocar y cada uno de mis músculos se
dilataba y contraía a la velocidad de la luz. Me percaté de que no lo hacía por
el repentino frío que se apoderó del lugar, era algo más fuerte y más
desconcertante. Admito que perdí el control. La oscuridad se hizo con todo lo que
me rodeaba y sólo faltaba yo, sólo yo para estar en armonía con aquello. Es
fácil dejarse llevar simplemente para camuflarse y refugiarse, tan fácil que hasta
yo lo hice aunque no del modo que esperaba. Simplemente cerré los ojos y me
relajé, pasé de todo. Me senté en un rincón y ahí estuve observando cómo se
hundía todo y cómo yo quedaba a flote. No es sencillo hacerlo, pero es cierto que
a veces nuestro cerebro pide que todos los problemas queden sumergidos bajo tu
ser.
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